Categoría: poesía

  • Árbol

    Reconozco al árbol pálido
    entre todo el ruido verde,
    en la plenitud de noviembre frondoso.
            Árbol
    que
    es
    más
    un
    palo
    seco
    que
    adiestra
            infantes,
    imitando al sol congelado en lienzos,
        breve ensimismado;
        a sus hojas les da palabras,
        las cinco últimas, como símil,
    conjuntas, verdaderas  locuaces,
    susurraban -pero queriendo gritar-
    en los oídos del    v  i  e  n  t  o:

    que se joda la poesía.

  • SEIS (O post-poema)

    Hay días extraños. Días en los que, a pesar de la reproducción cinematográfica

    de lo habitual, es decir la rutina (ese esquema de vida que te planteas o te

    plantean distintos sistemas) se siente diferente, parecen alterados por algo.

    El despertador, el brazo cruzado para detenerlo y seguir durmiendo un ratito

    más.

    Salir de la cama con cierta pereza.

    Te pones los lentes, pasas por encima de mí, que soy un obstáculo hacia la

    puerta.

    Tu Cuartito. Mi cuartito. ¿Nuestro cuartito?

    Azúcar, diabetes, chocolate, robos (a grandes empresas transnacionales

    solamente, porque lo merecen).

    Te quitas las braguitas, o a veces ya las tienes quitadas desde el día anterior.

    Eso significa que también estoy desnudo.

    Coges la toalla, corres la puerta. Sales. Te duchas.

    Hay días extraños. Días en los que a pesar de la reproducción fotográfica de lo

    habitual, es decir la rutina, se sienten extraños, como si en cada detalle hubiera

    otra intención. Como si se hiciera lo habitual pero pensando de otra manera.

    ¿Qué piensas?

    Qué es de otra manera que el diminuto cúmulo de aire caliente que se mueve a

    diario, no ha logrado estremecerme esta mañana. O no ha logrado

    estremecerte y ya eres distinta.

    Hay días tan extraños, en los que además de realizarse todo como siempre,

    uno se siente ajeno.

    Y tú lejana.

    Alimentando lo ajeno, que es un pez globo de vidrio que engulle los pedazos de

    materia.

    Y se come la puerta corrediza y el ordenador, como tú le llamas. Las paredes

    de drywall. La mesita, las medicinas, la cama…

    y me caigo al piso, y se come el piso,

    y me voy de hocico a la calle y se come la calle,

    y me aferro al mundo, y se come el mundo y una estrella…

    la estrella que me amenaza con desaparecer, como si a mí me importara más

    ella que ella por sí misma, como si no le importara ser engullida por este pez

    globo.

    Y me queda el tiempo, y se come el tiempo, y se come el espacio, y se come lo

    que no es posible tragarse y en medio de ese acromatismo, de ese negro

    espanto

    te sigo viendo, o alucinando, ya no sé hasta dónde es real la realidad de la

    estadística, es relativo lo que percibo, pero si yo te veo estás, y para mí eso es

    suficiente, eso es mi realidad…

    Y estás tan lejana, cada vez más lejana que me es ajeno el universo.

    O al final le soy yo tan ajeno a todo, y todo sigue igual

    Eso no lo elijo.

    Hay días extraños donde un pez globo de vidrio se atraganta de todo lo que no

    nos pertenece. Y por eso no dejan de ser rutinarios y habituales. Y se come la

    gravedad y no es posible siquiera ser dueño de la caída final, porque se ha

    comido, incluso, los abismos.

    Abismos que antes fueron horrendos escondrijos de los fracasados, de los

    caídos,

    lugares propios donde estar en cuclillas lamentando; y que ahora…

    son entrañables, lindos sitiecitos donde caer –ahora- sería un lujo, o más que

    eso una compasión.

    Hay días tan extraños. Días que son iguales, rutinarios, habituales. Días

    extraños donde ocurre que desaparece todo, pero todo sigue siendo una

    reproducción cinematográfica de nosotros mismos.

    Tan lejanos, tan ajenos, tan nosotros.